
Plinio (Nat. Hist., XXXIV, 49) escribía que las minas de galena de España «renacían» al cabo de cierto tiempo. Indicaciones similares pueden encontrarse en Estrabón (Geografía, V, 2) y Barba, autor español del siglo XVII, las utiliza a su vez: una mina agotada es capaz de rehacer sus yacimientos si se la tapona convenientemente y deja reposar por un período de diez a quince años.
Porque, añade Barba, los que creen que los metales han sido creados desde el principio del tiempo se engañan groseramente: los metales «crecen» en las minas 10. Muy probablemente la misma idea era compartida por los metalurgistas africanos, lo que explicaría la obstrucción de las antiguas minas del Transvaal 11.

La naturaleza y la metalurgia
Ahora bien:
la metalurgia, como la agricultura —que implicaba igualmente la fecundidad de la Madre Tierra—, acabó por crear en el hombre un sentimiento de confianza e incluso de orgullo: el hombre se siente capaz de colaborar en la obra de la Naturaleza, capaz de ayudar en los procesos de crecimiento que se verificaban en el seno de la tierra.
El hombre modifica y precipita el ritmo de estas lentas maduraciones; en cierto modo sustituye al tiempo.
Lo que incita a un autor del siglo xviii a escribir:
«Lo que la Naturaleza ha hecho en el comienzo podemos hacerlo nosotros igualmente, remontándonos al procedimiento que ella ha seguido.
Lo que ella acaso siga haciendo con ayuda de siglos en sus soledades subterráneas, nosotros podemos hacer que lo concluya en un solo instante, ayudándola y poniéndola en mejores circunstancias.
Del mismo modo que hacemos el pan, podemos hacer los metales. Sin nosotros la espiga no maduraría en los campos; el trigo no se convertiría en harina sin nuestros molinos, ni la harina en pan sin el amasamiento y la cocción.
Concertémonos, pues, con la Naturaleza para la obra mineral, lo mismo que para la obra agrícola, y sus tesoros se abrirán para nosotros.» 14
El alquimista
El alquimista adopta y perfecciona la obra de la Naturaleza, al mismo tiempo que trabaja para «hacerse» a sí mismo.
Pero es interesante seguir la simbiosis de las tradiciones metalúrgicas y al-químicas a fines de la Edad Media.
Si nada entorpece el proceso de gestación, todos los minerales se convierten con el paso del tiempo en oro.
Todos los minerales, dejados en reposo en sus matrices ctónicas o telúricas, las del inframundo, habrían acabado por convertirse en oro, pero después de centenares o millares de siglos.
Así como el metalúrgico transforma los «embriones» (minerales) en metales, acelerando el crecimiento comenzado en la Madre Tierra, el alquimista sueña con prolongar esta aceleración, coronándola con la transmutación final de todos los metales «ordinarios» en el metal «noble», que es el oro.
En la Summa Perfectionis, una obra alquímica del siglo xiv20, puede leerse que
«lo que la Naturaleza no puede perfeccionar en un largo espacio de tiempo, nosotros lo acabamos en breve lapso, con nuestro arte».
La «nobleza» del oro es, por tanto, fruto de su «madurez»; los otros metales son «comunes» por estar «crudos», no «maduros».
Así, si se quiere, la finalidad de la Naturaleza es el acabado perfecto del reino mineral, su última maduración.
La transmutación «natural» de los metales en oro está inscrita en su propio destino.
En otros términos, la Naturaleza tiende a la perfección.
El Oro
Pero, partiendo del hecho de que el Oro es portador de un simbolismo altamente espiritual («el oro, dicen los textos indios, representa la inmortalidad»2 **
Los obreros musulmanes deben guardarse muy bien de dejar entrever su religión por signos externos u oraciones.
«Se supone que el oro está bajo la jurisdicción y en posesión de un dewa o dios, y su búsqueda es, por consiguiente, impía, y así los mineros deben conciliarse con el dewa mediante plegarias y ofrendas, poniendo gran cuidado de no pronunciar el nombre de Alá ni practicar actos del culto islámico. Toda proclamación de la soberanía de Alá ofende al dewa, quien inmediatamente «oculta el oro o lo hace invisible.» antiguamente**
Así, por ejemplo, en los mineros comprobamos ritos que implican estado de pureza, ayuno, meditación, oración y actos de culto.
Todas estas condiciones están determinadas por la naturaleza de la operación que se va a efectuar.
Se trata de introducirse en una zona reputada como sagrada e inviolable; se perturba la vida subterránea y los espíritus que la rigen; se entra en contacto con una sacralidad que no pertenece al universo religioso familiar, sacralidad más profunda y también más peligrosa.
Se experimenta la sensación de aventurarse en un terreno que no pertenece al hombre por derecho, siéndole enteramente ajeno ese mundo subterráneo, con sus misterios de la lenta maduración mineralógica que se desarrolla en las entrañas de la Madre Tierra. Entonces comienza la operación más difícil y aventurada.
El artesano
El artesano sustituye a la Madre Tierra para acelerar y perfeccionar el «crecimiento». Los hornos son, en cierto modo, una nueva matriz, una matriz artificial donde el mineral concluye su gestación.
De aquí, el número ilimitado de tabúes, precauciones y rituales que acompañan a la fusión.
Se instalan campamentos cerca de las minas, y se vive en ellos virtualmente puro durante toda la temporada (en África suelen ser varios meses, por lo general entre mayo y noviembre)’.
Los fundidores achewa observan la continencia más rigurosa durante todo este tiempo (Cline, op. cit., 119).
Los bayeka no aceptan mujeres cerca de los hornos (ibíd., 120). LOJ bail LOJ baila, quienes viven aislados durante toda la temporada metalúrgica, son todavía más rigurosos: el obrero que ha tenido una polución nocturna ha de ser purificado (ibíd., 121).
Tabúes sexuales
Los mismos tabúes sexuales se encuentran entre los bakitara; si el fabricante de fuelles ha tenido relaciones sexuales durante su trabajo, los fuelles se llenarán constantemente de agua y rehusarán el cumplir con su cometido 10. Los pangwe se abstienen de toda relación sexual desde dos meses antes, y durante todo el tiempo que duran los trabajos de fusión (ibíd., 125).
La creencia de que el acto sexual puede comprometer el buen éxito de los trabajos es común a todo el África negra.
La prohibición de las relaciones sexuales aparece incluso en las canciones ri oíales que se entonan durante los trabajos.
Así cantan los baila:
«Kon-gwe (clítoris) y Malaba la negra (labiae feminae) me horrorizan. He visto a Kongwe soplando el fuego. Kongwe me horroriza. ¡Pasa lejos de mí, pasa lejos, tú, con quien hemos tenido relaciones repetidas, pasa lejos de mí!» (Cline, 121).
Estas canciones pueden ser oscuros vestigios de una asi elementos de simbolismo nupcial.
El herrero de la tribu Bakitara trata al yunque como si fuera una desposada.
Cuando los hombres lo transportan a casa cantan como en una procesión nupcial. Al recibirlo el herrero le hisopea con agua «para que tenga muchos hijos» y dice a su mujer que ha traído a casa una segunda esposa (Cline, p. 118).
Entre los baila, mientras se construye un horno, un muchacho y una muchacha penetran en su interior y pisotean habas (el crepitar que producen simboliza el ruido del fuego).
Los niños que han representado este papel deberán casarse más tarde (ib’id., p. 120).

El trabajo metalúrgico
Cuando se dispone de observaciones más precisas y elaboradas, se aprecia mejor el carácter ritual del trabajo metalúrgico en África. R. P. Wyckaert, que ha estudiado de cerca los herreros de Tanganika, nos cuenta detalles significativos.
Antes de ir al campamento el maestro herrero invoca la protección de las divinidades.
«Vosotros, abuelos que nos habéis enseñado estos trabajos, prece-dednos (es decir, estad ante nosotros para mostrarnos cómo debemos obrar). Tú, el misericordioso que habita no sabemos dónde, perdónanos. Tú, mi sol, mi luz, cuida de mí. Yo os doy a todos las gracias.»
La víspera de la partida para los altos hornos todo el mundo debe guardar continencia. Por la mañana, el maestro herrero saca su caja de medicinas, la adora, y luego todos deben desfilar ante ella, arrodillándose y recibiendo sobre la frente una ligera capa de tierra blanca.
Cuando la columna se encamina hacia los hornos, un niño lleva la caja de medicinas y otro un par de pollos. Una vez en el campamento, la operación más importante es la introducción de las medicinas en el horno y el sacrificio que la acompaña.
Los niños llevan los pollos, los inmolan ante el maestro herrero e hisopean con la sangre el fuego, el mineral y el carbón.
Luego
«uno de ellos entra en el hogar, mientras que el otro se queda en el exterior, y ambos continúan las aspersiones diciendo varias veces (a la divinidad, sin duda): ‘¡Enciende tú mismo el fuego y que arda bien!’» (op. cit., p. 375).
El interior del horno
Según las indicaciones del jefe, el niño que se encuentra en el interior del horno coloca las medicinas en la zanja que se ha excavado en el fondo del hogar, deposita allí también las cabezas de los dos pollos y lo recubre todo con tierra.
También la forja es santificada con el sacrificio de un gallo. El herrero entra en el interior, inmola la víctima y esparce su sangre sobre la piedra-yunque, diciendo:
«Que esta fragua no estropee mi hierro. ¡Que me dé riqueza y fortuna!» (ibíd., p. 378).
Examinemos el papel ritual de los dos niños y el sacrificio a los hornos. Las cabezas de pollo enterradas bajo el hogar pueden representar un sacrificio de sustitución.
Vestigios de sacrificios humanos con fines metalúrgicos pueden hallarse asimismo en África.
Entre los achewa de Nyasalandia, el que quiere construir un horno se dirige a un mago (sing-anga).
Este prepara «medicinas», las mete en una mazorca de maíz y enseña a un niño la manera de arrojarlas sobre una mujer encinta, lo que tendrá por efecto hacerla abortar. Luego el mago busca el feto y lo quema, junto con otras «medicinas», en un agujero excavado en la tierra. Encima de este agujero se construye el horno7 .
Los otonga
Los otonga tienen la costumbre de arrojar en los hornos una parte de la placenta para garantizar la fusión del metal8 .
Dejando momentáneamente aparte el simbolismo del aborto, estos ejemplos africanos representan una forma intermedia entre el sacrificio humano concreto o simbólico (las uñas y los cabellos) y el sacrificio de sustitución (por ejemplo, el sacrificio de los pollos entre los herreros de Tanganika, citado anteriormente).
La idea de relaciones míticas entre el cuerpo humano y los minerales aflora igualmente en otras costumbres.
Así es como los Mandigo de Senegambia, después de un accidente, abandonan la mina de oro durante varios años: calculan que el cuerpo, al descomponerse, determinará un nuevo y rico yacimiento aurífero (Cline, op. cit., página 12).
Estos mitos, ritos y costumbres suponen un tema mítico original que los precede y justifica9 : los metales proceden del cuerpo de un dios o de un ser sobrenatural inmolado.
Basta con pensar en los herreros africanos para advertir hasta qué punto está la obra metalúrgica inmersa en una atmósfera sagrada.
Incluso pueden aportarse paralelismos africanos al texto mesopotámico que acabamos de ofrecer.
Los herreros Ushi sacrifican pollos en los hornos4 ; los Bakitara inmolan un carnero y una gallina sobre el yunque (Cline, op. cit., p. 118).
La costumbre de colocar «medicinas» en los hornos está muy extendida (ibíd., página 125).
Las libaciones de cerveza son asimismo practicadas: entre los baila, el primer ritual que se verifica en la fusión consiste en verter cerveza mezclada con «medicinas» en los cuatro hoyos excavados bajo el horno (ibíd., p. 120).
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